miércoles, 6 de enero de 2016

Escupir

    El cielo está oscuro, lo sé. No lo veo, no, no es de ese tipo de oscuridad. El cielo está oscuro aunque sea de día, aunque el sol parezca abrazarnos con luz y calidez. El cielo está sucio. Y te aseguro que me tapo los ojos, que lo niego, que le resto importancia. Pero por qué si estoy segura de que el cielo ciertamente no es el cielo.

    ¿Y no encuentras el aire denso? ¿No te pesa el respirar? ¿No te asquea? Y puedo dejar de hacerlo, puedo dejar de pensarlo, de meditarlo. Puedo taparme la nariz y olvidarlo. Pero por qué si estoy segura de que esto no es normal, de que no soy yo, de que el aire ciertamente no es aire.

     ¿Y no te duelen las palabras? ¿No te espantan los sonidos? ¿No te aterra el ruido? Por qué negar y olvidar y rechazar lo que siento, huelo u oigo. Te aseguro que a pesar de todo sé que no puedo ser yo, que no son mis oídos esta vez, que el sonido ya no es únicamente sonido.

     También saboreo. Saboreo el momento, los días, los nombres. Saboreo esta inquietud que tiene la vida por nombrar e inventar significados. Saboreo lo que me dan para saborear. Y no me gusta. Y no me basta. Y no es todo, no, no puede serlo. Es más, me niego a que lo sea. Saboreo lo mismo que tú, y te digo -te repito con la mirada- que me sabe a poco. Y escupo porque saboreo, porque no lo medito, porque si lo meditase quizá no lo haría (porque el meditar a veces es negarse a sí mismo). Escupo porque es lo que necesito.

     Presta atención, y es que simplemente escupo porque es lo que me viene y sobreviene al intentar sentir. Porque es lo que me llega al decidir que -de esto- no pienso huir.