Esa
cosa resbaladiza no tardó en adueñarse de mi vida. Me esperaba frente a
la residencia del campus en la que viví durante ese curso. Al principio
se quedaba en una esquina de la salida, como si no fuese por mí, como
si no me observase, como si fuese casualidad. Pero poco a poco, ganó
fuerza y perdió distancia. Lo sentía en el rincón de mi cuarto, ese
rincón más oscuro al resto de la estancia que existe en todas las
habitaciones. A veces lo observaba con el objetivo de que desapareciera,
otras simplemente le daba la espalda para poder dormir. Me despertaba
en mitad de la noche sintiéndome alterada y extraña, y sabía que no, que
no era yo. Con el tiempo acabó escondiéndose en las tuberías. No pude
evitar sentirme violada cada vez que me duchaba, cada vez que tocaba el
agua. Y querer sentirme limpia y acabar más sucia.
Consiguió
metérseme por las fosas nasales y arrebatarme la intimidad hasta en el
respirar. Porque ya no estaba sola, no podía. Desde entonces una
sensación aplastante me llenó los pulmones y me ahogó la voz. Hasta que acabó, hasta que lo paré, hasta que encontré la manera de sacármelo. Irónico que tan desafortunada solución se basara en un cuchillo de cocina que no verifiqué que estuviera limpio. Y querer sentirme limpia y acabar más sucia.
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